martes, 29 de junio de 2021

El día que nunca existió - Capítulo 15 - Te quiero, me quieres

 Alex miraba el reloj constantemente, impaciente, preocupado, intranquilo.Su padre le miraba de soslayo en silencio; no quería preguntarle para que no se alterase más. Faltaba poco para llegar a Sacramento y al burdel. 

 Alejandro hacía mucho tiempo que no venía por esta zona, en realidad hacía mucho que no había viajado a la ciudad. Recordó otra época en que al morir su mujer, necesitaba liberar su alma de tanto dolor, y en su casa no podía hacerlo: estaba su hijo que también echaba de menos a su madre.

 En aquellos tiempos Margueritte era una meretriz que se estaba creando cierta fama. Tenía una especie de cabaña en mitad del campo, en mitad de la nada. Ella también ejercía la prostitución con otras dos mujeres. Un cartel luminoso en rojo con un nombre eufemístico "Hotel". 

Margueritte le escuchaba en silencio. La pagaba no para trabajar, sino para consolarle de tanto dolor sentido por el amor de su vida perdido irremediablemente. Alguna que otra vez, pasado el tiempo del duelo, si se acostó con ella, creando una fuerte amistad que, poco a poco se alejó de sus vidas.


Quienes conocían el lugar se reían de la ironía de ella, pero no era prudente ser tan descarada para poner "burdel", y hotel no llamaría excesivamente la atención de la policía. Era rigurosa en el tratamiento tanto de las chicas hacia los clientes y viceversa.  Poco a poco fue prosperando, ahorrando hasta el último céntimo. Y por fin pasado unos pocos años, compró una casa y la acondicionó a todo lujo. Sus chicas la decían que era una locura, que invertiría sus ahorros y tardaría siglos en recuperarse.

Tenía una buena visión comercial. Se empeñó hasta las cejas, pero lo decoró con todo el lujo permitido. No se equivocó. A su salón comenzaron a llegar hombres de buena posición que pagaban sin rechistar los servicios que les ofrecían. En sólo dos años, había cubierto los gastos y empezaba a ganar dinero.

El negocio del sexo se diversificaba y a su administración llegaban ofreciéndole "mercancía" nueva, exótica, bella y atrayente. Las tarifas serían más altas puesto que lo que ofrecían era de primerísima calidad. Pero dicen que la avaricia rompe el saco, y algo parecido le ocurrió a ella. Desoyó las voces que la decían que no se metiera en ese barrizal, pero la cuenta corriente la tentaba constantemente.

Y entonces llegó la novedad s su salón. Hasta entonces sólo había chicas de piel oscura y mestizas. Preciosas, exóticas, pero eran siempre las mismas, aunque algunos de los clientes no deseaban cambiar.

A su despacho entró un hombre con un acento extraño, de mirada inquisitiva que la ofrecieron novedades muy atractivas. Y la mostraron unas fotografías de chicas normales, sacadas deprisa y corriendo, por una calle de Europa. Rubias como el oro, de ojos azules y sonrisa envolvente.

— Esto será la bomba — la dijo

No quiso saber más. No preguntó nada; imaginaba el sistema y no la gustaba, además era muy comprometido. No terminaba de convencerla, pero por probar nada se perdía.


— No me gusta el sistema y no lo quiero saber. Tráeme una para probar, sólo una. Y no quiero saber nada

— Margueritte. Para una no merece la pena hacer el desembolso. No hay trato

— Tengo el salón bien surtido. No necesito más novedades

— Al menos tres. En cuanto las vean, te las quitarán de las manos. Inténtalo. Si no te resultan en el próximo viaje nos las devuelves

— Sencillamente no me gusta. Pero bueno. Baste por esta vez.

Y así fue como Danka, Mirka y Anezka fueron a parar a manos de Madame Margueritte.

Alejandro paró el coche cerca de la entrada principal. El tiempo se había agotado, todo se cumpliría. Se giró al asiento del copiloto en el que se sentaba su hijo y tocándole el hombro le dijo:

— Ha llegado el momento. Que los nervios no te delaten. Ahora más que nunca has de dar la impresión de serenidad. Entra y tráete a la chica. Espero con el coche en marcha para salir zumbando en cuanto os subáis.

Alex no dijo nada, sonrió levemente y salió del coche. Aspiró aire antes de pulsar el timbre que le daría entrada. El corazón parecía que iba a estallarle dentro del pecho. Las sienes le latían con fuerza. Las manos le sudaban. Pero no fallaría. Pensó que ella estaba al otro lado esperándole. Sólo era cuestión de minutos para poder abrazarla de nuevo. Pulsó el timbre  y se alzó aún más con firmeza.

Le acompañaba un guardaespaldas hasta el despacho de Margueritte. Era la hora indicada. Apretaba los puños que tenía metidos en los bolsillos del pantalón. No quería dar la impresión de impaciencia, sino mostrarse como la más natural. El guardaespaldas dio unos golpes suaves, y la voz conocida de la madame respondió

— Pase

Abrió decidido paseando la mirada por la habitación hasta detenerla en Margueritte: Danka no estaba allí. El corazón le dio un vuelco. Se tragó la impaciencia y con tranquilidad fingida, se sentó frente al sillón de la madame.

— ¿ Está todo bien? Ando un poco justo de hora, y me gusta ser puntual

— No te preocupes, querido.

Hizo una seña al guardián que se había quedado en la puerta y al cuarto de hora, se abría la puerta nuevamente. Y allí estaba ella. Elegantemente vestida, nerviosa y desconcertada. Él la dirigió una mirada en la que expresaba toda su admiración, pero que nadie más que ellos entendió.


— Mañana de regreso — ordenó tajante Margueritte

— Tan puntual como nuestro acuerdo. Ni un minuto de más, pero tampoco de menos. Ha sido increíble hacer negocios contigo. No será la última vez. ¿Nos vamos?

Dijo dirigiéndose a Danka. Estaba impaciente por tomarla de la mano, pero tenía que controlarse si no quería echar a perder toda la operación. La abrazaría cuando entrasen en el coche. Allí la explicaría todo el plan y conocería a su padre. Creían que todo estaba atado  y bien atado, pero tratando con esta clase de gentes no se podía bajar la guardia.

Ya estaban en carretera. Nadie les seguía. Iban en el asiento de atrás. El padre desvió la mirada del retrovisor mientras ellos se abrazaban emocionados.

— ¿ Estás bien? ¿Te han tratado bien?
— Si. He estado todo el tiempo encerrada, salvo media hora que me permitían salir al jardín. Pero no ha habido problema.

— Te quiero Danka. Te he echado de menos muchísimo ¿Me quieres aún?

— Siempre Alex. Toda mi vida te querré y si tuviera cien vidas te seguiría amando.

—Es mi padre. Te lo presentaré formalmente cuando estemos a salvo— dijo señalando con la barbilla a quién conducía.

Alejandro sonreía, quizá recordando sus inicios  con la relación de su mujer. Ahora no tenía tiempo que perder. Miraba por el retrovisor  lateral del coche, y temía que les siguieran los pasos a corta distancia. No podía ser menos. Además de crueles y despiadados no se fiaban de nadie.

— Chicos, posiblemente nos sigan, así que cambiaremos de asiento. Yo me esconderé  atrás y os iré indicando a dónde debemos ir:  directos  al hotel. Reservaréis habitación y mesa en el restaurante, después de dejar el coche en el aparcamiento. Subiréis a la planta de vuestra habitación y pondréis el cartelito consiguiente en la puerta. Al final del pasillo hay una puerta que conduce a la escalera de servicio, bajad hasta el aparcamiento y allí volveremos a tomar otro coche totalmente distinto al que hemos traído, que de nuevo yo lo conduciré. Pararemos en algún pueblo de camino y compraréis lo que  podáis necesitar para vuestro aseo. Yo llevo la comida en el segundo coche y, de nuevo, emprenderemos la marcha hasta llegar a nuestro destino. Tardaremos poco en llegar, y allí nos presentaremos y os daré instrucciones. Ahora vayámonos. Tendremos tiempo de analizar todo cuando estemos a salvo.


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