Las condujeron a un anexo a la casa, y allí tendrían sus habitaciones. Había una puerta con seguridad que, para abrirla, había que introducir la clave de una tarjeta en posesión de alguien. En el centro de la puerta un enorme cartel que anunciaba que estaba prohibido el paso. Delante de la fachada de esa especie de cabaña, había un pequeño jardín, y rodeando la casa hasta la central, una valla de alambres espinosos. ¿Guardaban acaso un tesoro? Era lo que la mente de Danka imaginaba y no quería suponer que ellas eran ese tesoro.
Subieron unas escaleras en cuyo final había un corredor compuesto por puertas con un número. No había duda: eran donde vivirían. Había hasta seis puertas, pero ellas eran solamente tres. Probablemente las otras tres estuvieran de vacaciones, de viaje o... ¿trabajando? ¿En qué? No quería ni pensar en la clase de trabajo al que las habían destinado. Ahora todo encajaba.
Una a una las fueron ubicando en cada una de esas puertas. A ella la correspondió la 06, al final de todas. Ni siquiera sabían cómo se llamaban. A las otras dos las acoplaron en la 01 y 02. Echó cuentas y faltaban tres..
Cada una de las puertas tenía una cerradura de seguridad. Tan sólo podía abrirse desde afuera. Estaba claro que , como había sospechado no habían venido como secretarías sino como chicas de alterne.
Había escuchado noticias al respecto, pero nunca pensó que le ocurriera a ella. Ni siquiera tenía su pasaporte, y de ello deducía que era su salvoconducto. Su seguro contra ellas de esos infames mercaderes. No tardarían mucho en ponerlas en "venta". Parecía un león enjaulado. No podía creerse lo que estaba viviendo. Sola, porque no conocía a nadie ni siquiera la permitirían comunicarse con nadie. Y se acordó de su padre al que posiblemente no volvería a ver. ¿Yuri la ayudaría? Ni siquiera debía pensar en eso; él estaba al tanto de todo, y fue él quién la puso el cebo para que picase .
Se sentó en la cama mesándose los cabellos con desesperación. Ni siquiera podía comunicarse con las otras dos chicas. Las habían separado a propósito. No podrían hablar ni con el alfabeto morse a través de las paredes. Miró alrededor de la habitación, que no era bonita. Tenía una cama, una mesita de noche, una especie de pupitre para poner los maquillajes. De la pared pendía un espejo viejo y desgastado. Una lámpara en el techo de poco voltaje y una ventana arriba de la pared con una reja.
Trató de activar el picaporte, que no cedió, ya que se necesitaba una clave para que se abriera la puerta. Estaba prisionera, peor que en la cárcel. Al menos allí podrían pasear y hablar con las compañeras de celda. Se tumbó en la cama y se puso a llorar. No sabía la hora que sería pero la luz del día había desaparecido hacía rato.
De repente sintió que abrían la puerta. Uno de los esbirros del avión portaba una bandeja con la cena. Ni la dio las buenas noches, y no respondió a las desesperadas preguntas que le hizo. Era como si hablara a la pared.
En el rancho Mulligan se celebraba el cumpleaños de Alexander. Harían una barbacoa para todos los empleados, y después a la noche, lo celebraría con sus amigos.
— En cuanto terminemos la barbacoa, volveré a Sacramento. Me esperan mis amigos para celebrarlo — dijo a su padre
— Ten cuidado con lo que haces y con quién vas — contestó Alejandro
En la soledad de su dormitorio y, al dar las buenas noches a su mujer siempre charlaba con ella. Hoy sería un día especial: Alex cumplía veinticinco años y trece de la desaparición de su mujer.
— Sé que no lo apruebas, pero es su cumpleaños. Es todo un hombre y un día es un día. No me regañes por ello — decía a la fotografía sonriente de Amanda en plena juventud.
Alexander, gritaba más que cantaba cuando iba en carretera hasta la ciudad y allí comenzaría el verdadero festejo de su cumpleaños. Sus amigos le esperaban. Después de echarse unos tragos, irían todos a la casa de Madame Margueritte a celebrarlo a lo grande. Eran habituales clientes, aunque principalmente Alexander Jiménez, bastante conocido por la madame y que antes lo fuera su padre.
Habían pasado tres días desde que las chicas llegasen a ese lugar que ni siquiera sabían cómo se llamaba y dónde estaban.
Danka estaba nerviosa y no sabía muy bien el porqué las tenían encerradas sin trabajar ni hacer nada. Había asimilado que terminaría siendo una puta de burdel. Estaba claro. Pero no entendía tanto despilfarro en los vestidos que habían gastado en ellas. Pronto saldría de dudas.
Hacia media tarde, volvieron a abrir la puerta para darles instrucciones, que debían cumplir al pie de la letra:
Elegid el vestido que queráis, pero que sea elegante. Una ropa interior seductora. Algo de maquillaje y los zapatos con el tacón más alto que tengáis. Son las seis, a las siete volveré a recogeros y os llevaré hasta el "despacho". Cuando estemos allí, os daré el resto de instrucciones que debéis cumplir de inmediato. Tenemos un eslogan que dice: "el cliente ha de quedar satisfecho en todo lo que le ofrezcamos". Así que haceros una idea del porqué estáis aquí.
Y así fueron puerta por puerta de las tres novatas. Se acordó de su padre y se le saltaron las lágrimas.
— Mejor que no lo sepa nunca— se dijo ahogando un sollozo.
No tenían mucho tiempo que perder. Tenían una hora para acicalarse, y debían hacerlo, de lo contario, les darían un gran escarmiento. No quería ni pensar en lo que pudiera ser.
Se dispuso a ser sumisa, ya que no tenía otra solución. Esperaría haciendo de tripas corazón, hasta conocer bien el sitio y encontrar una salida. Para ello debía ser dócil y no dar señales de disconformidad, con el fin de ganarse la voluntad de sus guardianes.
Y al fin conocieron el .local de Madame Margueritte. Se asombró del lujo asiático con el que estaba decorado. Era una estancia grande, muy grande. En uno de los rincones había unas mesas para dos personas, en las que se suponía que bebían o concretaban el trabajo. En una de las paredes, un sofá grande y sendos butacones a su lado, y cojines por el suelo, muchos cojines. Al fondo, una barra en la que un camarero servía la bebida y unas camareras ligeras de ropa, servía las mesas.
Y chicas semi desnudas dando vueltas alrededor de la sala o recibiendo a los clientes que en esa noche de fin de semana, eran asiduos, y muchos. De todos los pelajes: elegantes y otros burdos.
Las habían dicho que tenían que hacer que bebieran y que cuanto más lo hicieran, mayor sería la comisión que recibirían.
Nuestros muchachos entraron alegres y sonrientes, buscando con la mirada la oferta que tenían para ese día.. Margueritte, al ver a Alex. se levantó del sofá y fue a su encuentro. Sabía que era su cumpleaños y, como gentileza de la casa por las buenas propinas que dejaba, guardaba algo especial para él. Fue en su burdel, no en éste, sino con el que comenzó el negocio, en que el chico perdió su virginidad. Le tenía cariño y, siempre tenía alguna cortesía para él. Quizá fueran reminiscencias de su padre, pues durante algún tiempo frecuentó su garito después de perder a su mujer, y hasta llegó a tener esperanzas de ser algo más que una "fulana" para él. Pero no fue así.
— ¡Mi querido Alex! Feliz cumpleaños.
— Madame ¿Cómo lo sabe?
— Hijo mío. Me lo dijo tu padre. Fue un viejo amigo, pero ahora se ha olvidado de nosotras. ¡Menos mal que te tenemos a ti! Y por ser tu fiesta, te he guardado algo especial y recién llegado. Te va a sorprender. Mira está en lo alto de la escalera.
Alexander dirigió la mirada a donde la Madame le indicaba y, efectivamente en la escalera estaba la asustada y horrorizada Danka.
— Gracias Margueritte. Es preciosa. Espero que cumpla con su trabajo
— Yo también lo espero. Yo también lo espero. Os he reservado la suite especial, en tu homenaje ¿Cuánto tiempo estarás?
— Señora es muy directa. Pero sabe que eso no es problema. Si quedo satisfecho, igual hasta mañana. No se preocupe por el precio. Creo que la chica lo merece. A mis amigos, ya sabe. Que ellos elijan. Póngalo todo a mi cuenta..
La madame hizo una seña con la cabeza a uno de los guardianes y a Alex le dio el número de habitación. Y hacia allí se encaminaron los dos, cada uno por su lado. Pero ella sería la que entrara después, porque así causaría más impacto e impaciencia en el cliente. Eran normas de la casa.
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