jueves, 19 de enero de 2017

Keira y el Dr. O'Reilly - Capítulo 1 - Con un título bajo el brazo

James hacía poco que acababa de llegar a su casa. Había pasado una agradable velada con Keira, su amor platónico desde que fueran a la universidad, pero ella no estaba por la labor.  Trabajaba en casa de un reconocido médico, viudo,  con una hija pequeña y ella era era su tutora. Se sentó ante el televisor mientras apuraba la última copa de la noche, cuando un fuerte timbrazo resonó en su portero automático

- ¿ Keira ? - abrió inmediatamente y al instante se encontró frente a ella, que con el rostro descompuesto, se la veía nerviosa y desconcertada
- ¿ Qué pasa? ¿ Qué ha ocurrido?
- Me ha despedido
-¿ Cómo dices, quién te ha despedido ?
-O'Reilly.  Dice que por haber llegado muy tarde y desatender a la niña
-Tranquilízate.  Siéntate y cuéntame lo ocurrido.

Y Keira comenzó su relato desde que conociera al citado doctor.  Esa era una parte de su vida, que James no conocía, por eso debía contarlo desde el principio, para que de este modo comprendiera todo.

Había terminado mis estudios de Magisterio, y alcanzado mi título como Tutora en enseñanza infantil, es decir maestra, sin tantos eufemismos.  Pero yo me creía toda una decana de facultad Me gustaba enseñar y adoraba a los niños.  Todas mis aspiraciones se basaban en eso: una plaza en algún colegio. Cuando de regreso de recoger mi diploma, me cruzaba con la gente, les miraba como diciéndoles   "eh, oiga, miren soy profesora ".  Nunca me había sentido más satisfecha de haber cumplido con los retos que yo misma me había impuesto.



Me las prometía muy felices.  Conseguiría plaza en algún colegio y por fin podría abandonar el barrio en el que vivia desde que llegue a Londres para cursar mis estudios.  Contaba con pocos recursos y hube de conformarme con un pequeño, muy pequeño apartamento en un suburbio de la ciudad,   habitado por gente  trabajadora de la cercana fábrica de curtidos, que lanzaba al aire por su chimenea, además de un humo espeso y grisáceo, unos olores nauseabundos.  Mi casa constaba de una sola habitación, y en ella cabían el salón que hacía de dormitorio con un único sofá que era mi cama. Dividía el recinto una especie de mostrador que tras él estaba un armario corrido, en el que tirando de un agarrador, aparecía un hornillo eléctrico a modo de fogón, y en el que a penas podía utilizarlo más que para calentarme la leche del desayuno y  algunos días la cena.

En un puesto de periódicos en la esquina de mi calle, compré el  dedicado a  las ofertas de trabajo, y con él ,bajo el brazo, subí canturreando las escaleras que conducían a mi reino particular.  Me hice un té, y me dispuse a recorrer sus páginas en busca de alguna oferta de trabajo.  No deseaba perder ni un sólo instante.  Cansada al no encontrar nada de lo que buscaba, me hice a la idea, de que quizá no fuese tan sencillo como yo creía, y por tanto habría de ampliar horizontes, y conformarme con otro tipo de empleo, al menos para ir costeando los gastos, ya que los ahorros no eran muchos y tenía que vivir.

Redacté mi curriculum vitae y, tras imprimirlo en una papelería,  decidí "patear la calle " a ver si encontraba algo. Tomé un autobús que me condujo al centro y allí recorrer una de las calles en las que los comercios abundaban, a ver, si al menos, como dependienta de alguno de ellos,  encontrase acomodo. Y fue como camarera en una taberna barata que olía a fritanga en un aceite frito y refrito. Ganaría un sueldo bajo, derecho a comida y muchas horas de trabajo.  Pero estábamos en crisis, el país y yo, y no dudé ni un momento en aceptarlo. Quién sabe, a lo mejor más adelante, consiguiese lo que buscaba..


Comencé a trabajar.  Torpemente al principio, lo que me valió varias reclamaciones de algún cliente, pero soy chica lista, y pronto cogí el aire y conseguí desenvolverme con eficacia y profesionalidad. Pero no conseguía digerir aquella comida, a base de alubias y tocino, algunas veces demasiado rancio, para darle algo de grasa a las aguadas legumbres, y sabor para que fuesen más llevaderas.  No entendía como hubieran personas que lo encontraban sabroso.  Yo me preparaba un bocadillo y  lo comía en mi rato destinado para la comida.

Un día, Josephine, la cocinera, preparó una ensalada a base de patata, un pescado extraño y una salsa también rara como primer plato.  Yo había olvidado mi bocadillo, de manera que haciendo un nudo en el estómago, conseguí probar "aquello" de sabor fuerte a pescado no muy bueno, y aquella salsa hecha a base de colorante y harina al que había dado el nombre de mayonesa

Pasé toda la jornada con malestar creado en gran manera por la prevención con que había ingerido el alimento.  Ya en casa,  el dolor de vientre arreciaba y las náuseas invadían mi cuerpo. Colitis y vómitos se sucedían alternativamente, o incluso a un mismo tiempo. No sabía qué hacer ni qué tomar. y,  ni pensar en moverme del servicio, para que al menos poder acercarme a   alguna farmacia a comprar algo que aliviase mi malestar.  Imposible, a la carrera, saqué mi móvil del bolso y sentada en el váter, llamé al ambulatorio y así poder hablar con algún médico que me diera alguna indicación para cortar aquella salida de fluidos de mi organismo.

Les expliqué lo que me ocurría, lo que había ingerido, y los millones de veces que había vomitado y defecado.  El amable médico que me atendió, me enviaría una enfermera que me pudiera atender. Y así lo hizo, y en menos de diez minutos tenía la asistencia en casa.   Me hizo extendiese un brazo,  y tras pellizcarlo suavemente, vio que mi piel estaba reseca y como arrugada, señal de deshidratación.  Desde mi salón se puso en contacto con el ambulatorio solicitando una ambulancia para llevarme al hospital a fin de atajar la  pérdida de líquidos y proceder a cortar tanto la colitis como los vómitos. Me puso un pañal y una especie de babero y de esta guisa, llegué al hospital para ser atendida de urgencia.

Me moría de vergüenza, a  pesar del malestar terrible que me afectaba.  Me metieron en un box e inmediatamente, tras la visita de un médico, procedieron a inyectarme suero  en vena.  La sed me abrasaba y a la enfermera que me estaba atendiendo, pedí un vaso de gua.  Ella lo denegó y a cambio me llevó un poco de suero glucosado, que de momento calmó mi sed.

Y entonces hizo su aparición sin previo viso.   Descorrió la cortina que me mantenía oculta de la cama vecina y comenzó a preguntarme mi nombre, lo que había comido, dónde y cómo.  Sentí que cada vez estaba más mareada y que una náusea subía y bajaba por mi garganta. Alcé la vista y sólo vi unos ojos claros, un pelo cubierto con un gorro de quirófano, y una mascarilla que ocultaba su boca y su nariz. Cuando de repente y,  sin poderlo evitar,  me incorporé en la cama y una bocanada de vómito fue a parar al pecho del médico.


El se quedó quieto, sin siquiera sorprenderse, como si eso le ocurriera constantemente, pero yo le miraba con ojos de espanto y de vergüenza.  Sólo atinaba a decir: ¡ oh Dios mio, perdón, perdón.  No he po..."

- Está bien, está bien- decía, y dando media vuelta salió de allí para cambiarse de ropa. Esa fue la primera vez que nuestros ojos se cruzaron, y fue algo que recordaré toda mi vida.

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